En el periódico de hoy leí una editorial que decía, que alguien por ahí como en el siglo XVIII escribió que cuando hay tiempos de hambre recomendaba a los padres sin dinero y sin nadita que comer que se comieran a sus hijos recién nacidos, total no sobrevivirían en este mundo hambriento y que las sobras de ese bebé podrían ser útiles para que esos padres caníbales pudieran ganarse un poco de dinero. Comerse esas carnitas suaves y seguro con olor a leche fresca, sin pecado, sin malos pensamientos, solo llenos de vida, de dicha y porvenir. Hacerlo parecería lo más inhumano del mundo, pero los animales se comen a sus crías cuando intuyen por un instinto, que tal vez en nosotros se ha ido romantizado por el amor a nuestros bebés futuros, que su pequeña cría aún llena de placenta, sangre y fluidos, no sobrevivirá, será por siempre débil, pura selección natural, dirían algunos. Siempre que veo bebés me dan ganas de morderlos, sus piernas rellenas, su cachetes rojos y suaves, sus manitas que hacen que sea indistinguible los dedos del dorso de la mano, una sola unión de masa gorda. Sin embargo, nunca he tenido un bebé tan de cerca para llegar a morderlo, para retener entre mis dientes su suave carne, su piel lisa y limpia, e impregnar mi nariz de su olor cargado de aceite para bebés Johnson & Johnson.

Eso de ser caníbales es tal vez el horror humano más temido, se acepta en situaciones de extrema precariedad, de estar tan cerca de la muerte que sólo un pedacito de muslo humano podría salvarnos la vida. En la cordillera de los Andes en 1972 se cayó un avión y duró perdido 72 días entre esas montañas heladas y desiertas, ahí la única manera de sobrevivir fue comer del muerto. A los sobrevivientes se les llama héroes, y algunos van por el mundo contando su historia de vida tan cercana a la muerte. Quienes la escuchan esperan morbosamente el detalle del sabor, de la textura, de a cuántos se comieron, de sí luego te dan ganas de seguir comiendo humano y ya jamás puedes disfrutar la carne animal como antes. ¿Cómo olvidar que me comí la carne de mi mejor amigo? Dicen que la carne humana huele como a carne de vaca cuando se calienta a las brasas. Eso me contó un amigo, que le contó la señora que iba a hacer la limpieza a su casa. Ella le narró cómo fue estar en una masacre en alguna zona azotada por la violencia en este país. Le decía que le tocó esconderse bajo cadáveres y cadáveres de personas conocidas y extrañas de su pueblo, para poder así sobrevivir a las balas calientes que iban y venían por el aire. Se le quedó grabado el olor a carne quemada que salía de esos cuerpos sin vida, y que ahora cada vez que tiene que preparar un pedazo de lomo se acuerda como si fuera ayer de ese olorcito a asado.




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Combinar la antropofagia, otra forma de darle nombre a la acción de comer carne humana por un humano, con la alta cocina es sólo posible si creemos que podemos en algún momento convertirnos en Hanibal Lécter y llegar a pensar que de pronto algún día podríamos desear con el estómago vacío y la cabeza palpitando de hambre un pedazo de otra persona. En algunas culturas indígenas se comían el corazón de sus enemigos para poder llenar su cuerpo físico y espiritual de esa fuerza que ellos poseían, solo así de esa manera ritual se completaba la victoria. Sí consumo al otro que tiene lo que yo quiero, lo puedo así obtener porque pasa por mi cuerpo, se desintegra en mi estómago, y me nutre. En Australia algunas personas se comían el cerebro de sus seres queridos fallecidos para honrarlos en su muerte y llevarse un pedacito de ellos, esto llevó a que durante mucho tiempo allí en ese territorio extraño se cultivara una enfermedad desconocida que salía a luz casi 50 años después de comerse ese pedacito de seso. Un novio que tuve una vez me dijo que si me moría se quería quedar con mi dedo meñique, nunca entendí su fascinación por mi dedo flaco y huesudo, tal vez tenerlo era tener una de las partes más pequeñas y sin carne de todo mi cuerpo. Posiblemente, quienes han comido a otro ser humano pueden de alguna forma poseerlo, pueden traspasar esas barreras que nos limitan en lo físico, pueden engendrar en sus adentros partes que nos les pertenecen pero se mezclan con la química que naturalmente los deshace.


Esta idea de comerse al otro, pareciera estar muy distante de la religión, y cuando digo religión me refiero al catolicismo. En cada misa los fieles se comen dichosos el cuerpo de cristo pasado por vino dulce, algo que parece un pan seco, redondo y muy delgado y pretende ser un cuerpo, y un vino dulce que hace de la sangre roja derramada y es para un adolescente ansioso de tener su primera borrachera, el sabor de la gloria. Este ritual espera que quién coma la carne de cristo se nutra de sus propiedades espirituales, luego de haberlo consumido se reza en silencio, se pide de rodillas con las manos entrelazadas. La hostia es pura antropofagia. Desde muy pequeña estuve cerca de los rituales religiosos, mis abuelas paternas, que ambas comparten el mismo nombre, Alicia, pero sobretodo mi bisabuela era muy creyente. Se persignaba durante todo el día con un rosario largo de cuencas negras, que en la mitad tenia un pedacito de hueso de un santo, una lamina delgada café por dentro y blanca por fuera. Nos decía mientras sonreía que rezaba por nosotros cada noche antes de irse a dormir. Su cama estaba al lado de una réplica de cristo en la cruz con un cuerpo gris y gastado, una corona de púas que realmente pinchaban, y una pintura roja con café que emulaba a la sangre seca y dura que corría estancada por sus cienes, su estómago, sus manos y sus pies. Ahí mismo mi bisabuela nos contaba a mi hermana y a mí, los cuentos del diablo, de los duendes, y de las brujas, que habían acechado a su familia y que juraba por ese mismo dios que tenia lado que todito era verdad. Esa mezcla entre lo santo y lo profano hizo parte de mis primeros años de vida. Cuando tenia 10 años luego de las clases de baile y canto con mi hermana comprábamos paquetes de hostias sin bendecir y nos las comíamos todas, me encantaba esa sensación de tener ese círculo destruido pegado a mi paladar y toda la boca seca me sabía a oblea sin nada adentro. Mi bisabuela y mi abuela nos jugaban a darnos la hostia, sacralizaban círculos de plátano maduro para bendecir nuestros cuerpos. Ellas eran las sacerdotisas, nosotras nos arrodillábamos y hacíamos toda la puesta escena de recibir a dios en un pedacito de plátano que luego seria convertido en tajada de maduro o patacón como acompañante para el seco del almuerzo.




Tal vez, los animales carroñeros sean de los pocos animales que comen sin vergüenza ni asombro de un ser que hace rato dejó de estar vivo. No cazan nunca a sus presas, esperan con ansia que otro mate para ir a robar lo que dejaron. Creo, que son algunos de los animales más despreciados por el ser humano, nos da asco ver como una rata se jacta de comer pedacitos de basura entre las alcantarillas, nos parece terrible que un chulo, como se les llama en Colombia a los buitres, espere volando en círculos por el cielo a su presa que lentamente muere y luego despedazará para llenarse de vida. A mi abuela materna hace como 15 años le diagnosticaron cáncer, le dijeron que se iba a morir pero que para salvarse tenía que tomar jugo de chulo diariamente. Ella vive en el campo y allá le recomendaron ese remedio, alguien le llevaría el chulo, joven porque no podía estar tan viejo, y lo tenia que licuar con un poquito de fruta y leche para darle sabor. No podía quitarle las plumas, ni las garras, ni el pico, todo batido, pura fuente de proteína, la vida eterna en vasito de desechos. Aquí el circulo de la vida se cierra completamente, algo muere y es comido por otro, algo está muriendo y come la fuerza vital de ese que se alimenta de lo que ya no respira.

Aunque nos asombre la antropofagia, diariamente nos comemos a nosotros mismos, nada mas satisfactorio que quitarse un cuero que nace rebelde en algún dedo de la mano, nada más relajante que con los dientes cortar un poquito de uña larga y sentir el sabor del día acumulado bajo ese espacio entre la piel y el aire, nada más sabroso que chupar el sabor del pelo recién salido del mar. Todas estas conductas tienen en su nombre clínico la palabra fagia. Comer humano, sea a uno mismo, o a alguien más, pero a fin de cuentas comérselo. Yo nunca he comido muerto que sea humano, o no he sabido hasta ahora sí he comido carne humana. Seguro, alguna vez, pero quién sabe. Se piensa que solo los monstruos comen carne humana, solo los que están salidos de la sociedad, los que son en su mayor parte animal y puro salvajismo y en menor medida humanos civilizados. Sin embargo, me gusta esa idea de que tal vez sí como un pedacito de alguien mi cuerpo se nutrirá de esa persona, algo en mí dejara de ser mío, será mi estómago con el fragmento de un otro. ¿Mi alma con el alma del otro? Tal vez, en la antropofagia tal como la define el movimiento antropófago en Brasil, es necesario devorar al otro, solamente aquellos que puedan aportar fortaleza y quienes puedan si acaso darnos debilidad serán para siempre descartados. Con esto en mente, podría hacer una lista de todas las personas de quienes podría comerme un pedacito, algo que no vayan a extrañar y que si sea posible vuelva y les crezca, para así llenarme de otro, bendecir mi cuerpo y mi alma con lo que le falta y completarme.

En el periódico de hoy leí una editorial que decía, que alguien por ahí como en el siglo XVIII escribió que cuando hay tiempos de hambre recomendaba a los padres sin dinero y sin nadita que comer que se comieran a sus hijos recién nacidos, total no sobrevivirían en este mundo hambriento y que las sobras de ese bebé podrían ser útiles para que esos padres caníbales pudieran ganarse un poco de dinero. Comerse esas carnitas suaves y seguro con olor a leche fresca, sin pecado, sin malos pensamientos, solo llenos de vida, de dicha y porvenir. Hacerlo parecería lo más inhumano del mundo, pero los animales se comen a sus crías cuando intuyen por un instinto, que tal vez en nosotros se ha ido romantizado por el amor a nuestros bebés futuros, que su pequeña cría aún llena de placenta, sangre y fluidos, no sobrevivirá, será por siempre débil, pura selección natural, dirían algunos. Siempre que veo bebés me dan ganas de morderlos, sus piernas rellenas, su cachetes rojos y suaves, sus manitas que hacen que sea indistinguible los dedos del dorso de la mano, una sola unión de masa gorda. Sin embargo, nunca he tenido un bebé tan de cerca para llegar a morderlo, para retener entre mis dientes su suave carne, su piel lisa y limpia, e impregnar mi nariz de su olor cargado de aceite para bebés Johnson & Johnson.

Eso de ser caníbales es tal vez el horror humano más temido, se acepta en situaciones de extrema precariedad, de estar tan cerca de la muerte que sólo un pedacito de muslo humano podría salvarnos la vida. En la cordillera de los Andes en 1972 se cayó un avión y duró perdido 72 días entre esas montañas heladas y desiertas, ahí la única manera de sobrevivir fue comer del muerto. A los sobrevivientes se les llama héroes, y algunos van por el mundo contando su historia de vida tan cercana a la muerte. Quienes la escuchan esperan morbosamente el detalle del sabor, de la textura, de a cuántos se comieron, de sí luego te dan ganas de seguir comiendo humano y ya jamás puedes disfrutar la carne animal como antes. ¿Cómo olvidar que me comí la carne de mi mejor amigo? Dicen que la carne humana huele como a carne de vaca cuando se calienta a las brasas. Eso me contó un amigo, que le contó la señora que iba a hacer la limpieza a su casa. Ella le narró cómo fue estar en una masacre en alguna zona azotada por la violencia en este país. Le decía que le tocó esconderse bajo cadáveres y cadáveres de personas conocidas y extrañas de su pueblo, para poder así sobrevivir a las balas calientes que iban y venían por el aire. Se le quedó grabado el olor a carne quemada que salía de esos cuerpos sin vida, y que ahora cada vez que tiene que preparar un pedazo de lomo se acuerda como si fuera ayer de ese olorcito a asado.

Combinar la antropofagia, otra forma de darle nombre a la acción de comer carne humana por un humano, con la alta cocina es sólo posible si creemos que podemos en algún momento convertirnos en Hanibal Lécter y llegar a pensar que de pronto algún día podríamos desear con el estómago vacío y la cabeza palpitando de hambre un pedazo de otra persona. En algunas culturas indígenas se comían el corazón de sus enemigos para poder llenar su cuerpo físico y espiritual de esa fuerza que ellos poseían, solo así de esa manera ritual se completaba la victoria. Sí consumo al otro que tiene lo que yo quiero, lo puedo así obtener porque pasa por mi cuerpo, se desintegra en mi estómago, y me nutre. En Australia algunas personas se comían el cerebro de sus seres queridos fallecidos para honrarlos en su muerte y llevarse un pedacito de ellos, esto llevó a que durante mucho tiempo allí en ese territorio extraño se cultivara una enfermedad desconocida que salía a luz casi 50 años después de comerse ese pedacito de seso. Un novio que tuve una vez me dijo que si me moría se quería quedar con mi dedo meñique, nunca entendí su fascinación por mi dedo flaco y huesudo, tal vez tenerlo era tener una de las partes más pequeñas y sin carne de todo mi cuerpo. Posiblemente, quienes han comido a otro ser humano pueden de alguna forma poseerlo, pueden traspasar esas barreras que nos limitan en lo físico, pueden engendrar en sus adentros partes que nos les pertenecen pero se mezclan con la química que naturalmente los deshace.


Esta idea de comerse al otro, pareciera estar muy distante de la religión, y cuando digo religión me refiero al catolicismo. En cada misa los fieles se comen dichosos el cuerpo de cristo pasado por vino dulce, algo que parece un pan seco, redondo y muy delgado y pretende ser un cuerpo, y un vino dulce que hace de la sangre roja derramada y es para un adolescente ansioso de tener su primera borrachera, el sabor de la gloria. Este ritual espera que quién coma la carne de cristo se nutra de sus propiedades espirituales, luego de haberlo consumido se reza en silencio, se pide de rodillas con las manos entrelazadas. La hostia es pura antropofagia. Desde muy pequeña estuve cerca de los rituales religiosos, mis abuelas paternas, que ambas comparten el mismo nombre, Alicia, pero sobretodo mi bisabuela era muy creyente. Se persignaba durante todo el día con un rosario largo de cuencas negras, que en la mitad tenia un pedacito de hueso de un santo, una lamina delgada café por dentro y blanca por fuera. Nos decía mientras sonreía que rezaba por nosotros cada noche antes de irse a dormir. Su cama estaba al lado de una réplica de cristo en la cruz con un cuerpo gris y gastado, una corona de púas que realmente pinchaban, y una pintura roja con café que emulaba a la sangre seca y dura que corría estancada por sus cienes, su estómago, sus manos y sus pies. Ahí mismo mi bisabuela nos contaba a mi hermana y a mí, los cuentos del diablo, de los duendes, y de las brujas, que habían acechado a su familia y que juraba por ese mismo dios que tenia lado que todito era verdad. Esa mezcla entre lo santo y lo profano hizo parte de mis primeros años de vida. Cuando tenia 10 años luego de las clases de baile y canto con mi hermana comprábamos paquetes de hostias sin bendecir y nos las comíamos todas, me encantaba esa sensación de tener ese círculo destruido pegado a mi paladar y toda la boca seca me sabía a oblea sin nada adentro. Mi bisabuela y mi abuela nos jugaban a darnos la hostia, sacralizaban círculos de plátano maduro para bendecir nuestros cuerpos. Ellas eran las sacerdotisas, nosotras nos arrodillábamos y hacíamos toda la puesta escena de recibir a dios en un pedacito de plátano que luego seria convertido en tajada de maduro o patacón como acompañante para el seco del almuerzo.

Tal vez, los animales carroñeros sean de los pocos animales que comen sin vergüenza ni asombro de un ser que hace rato dejó de estar vivo. No cazan nunca a sus presas, esperan con ansia que otro mate para ir a robar lo que dejaron. Creo, que son algunos de los animales más despreciados por el ser humano, nos da asco ver como una rata se jacta de comer pedacitos de basura entre las alcantarillas, nos parece terrible que un chulo, como se les llama en Colombia a los buitres, espere volando en círculos por el cielo a su presa que lentamente muere y luego despedazará para llenarse de vida. A mi abuela materna hace como 15 años le diagnosticaron cáncer, le dijeron que se iba a morir pero que para salvarse tenía que tomar jugo de chulo diariamente. Ella vive en el campo y allá le recomendaron ese remedio, alguien le llevaría el chulo, joven porque no podía estar tan viejo, y lo tenia que licuar con un poquito de fruta y leche para darle sabor. No podía quitarle las plumas, ni las garras, ni el pico, todo batido, pura fuente de proteína, la vida eterna en vasito de desechos. Aquí el circulo de la vida se cierra completamente, algo muere y es comido por otro, algo está muriendo y come la fuerza vital de ese que se alimenta de lo que ya no respira.

Aunque nos asombre la antropofagia, diariamente nos comemos a nosotros mismos, nada mas satisfactorio que quitarse un cuero que nace rebelde en algún dedo de la mano, nada más relajante que con los dientes cortar un poquito de uña larga y sentir el sabor del día acumulado bajo ese espacio entre la piel y el aire, nada más sabroso que chupar el sabor del pelo recién salido del mar. Todas estas conductas tienen en su nombre clínico la palabra fagia. Comer humano, sea a uno mismo, o a alguien más, pero a fin de cuentas comérselo. Yo nunca he comido muerto que sea humano, o no he sabido hasta ahora sí he comido carne humana. Seguro, alguna vez, pero quién sabe. Se piensa que solo los monstruos comen carne humana, solo los que están salidos de la sociedad, los que son en su mayor parte animal y puro salvajismo y en menor medida humanos civilizados. Sin embargo, me gusta esa idea de que tal vez sí como un pedacito de alguien mi cuerpo se nutrirá de esa persona, algo en mí dejara de ser mío, será mi estómago con el fragmento de un otro. ¿Mi alma con el alma del otro? Tal vez, en la antropofagia tal como la define el movimiento antropófago en Brasil, es necesario devorar al otro, solamente aquellos que puedan aportar fortaleza y quienes puedan si acaso darnos debilidad serán para siempre descartados. Con esto en mente, podría hacer una lista de todas las personas de quienes podría comerme un pedacito, algo que no vayan a extrañar y que si sea posible vuelva y les crezca, para así llenarme de otro, bendecir mi cuerpo y mi alma con lo que le falta y completarme.

Aunque nos asombre la antropofagia, diariamente nos comemos a nosotros mismos, nada mas satisfactorio que quitarse un cuero que nace rebelde en algún dedo de la mano, nada más relajante que con los dientes cortar un poquito de uña larga y sentir el sabor del día acumulado bajo ese espacio entre la piel y el aire, nada más sabroso que chupar el sabor del pelo recién salido del mar. Todas estas conductas tienen en su nombre clínico la palabra fagia. Comer humano, sea a uno mismo, o a alguien más, pero a fin de cuentas comérselo. Yo nunca he comido muerto que sea humano, o no he sabido hasta ahora sí he comido carne humana. Seguro, alguna vez, pero quién sabe. Se piensa que solo los monstruos comen carne humana, solo los que están salidos de la sociedad, los que son en su mayor parte animal y puro salvajismo y en menor medida humanos civilizados. Sin embargo, me gusta esa idea de que tal vez sí como un pedacito de alguien mi cuerpo se nutrirá de esa persona, algo en mí dejara de ser mío, será mi estómago con el fragmento de un otro. ¿Mi alma con el alma del otro? Tal vez, en la antropofagia tal como la define el movimiento antropófago en Brasil, es necesario devorar al otro, solamente aquellos que puedan aportar fortaleza y quienes puedan si acaso darnos debilidad serán para siempre descartados. Con esto en mente, podría hacer una lista de todas las personas de quienes podría comerme un pedacito, algo que no vayan a extrañar y que si sea posible vuelva y les crezca, para así llenarme de otro, bendecir mi cuerpo y mi alma con lo que le falta y completarme.


Tal vez, los animales carroñeros sean de los pocos animales que comen sin vergüenza ni asombro de un ser que hace rato dejó de estar vivo. No cazan nunca a sus presas, esperan con ansia que otro mate para ir a robar lo que dejaron. Creo, que son algunos de los animales más despreciados por el ser humano, nos da asco ver como una rata se jacta de comer pedacitos de basura entre las alcantarillas, nos parece terrible que un chulo, como se les llama en Colombia a los buitres, espere volando en círculos por el cielo a su presa que lentamente muere y luego despedazará para llenarse de vida. A mi abuela materna hace como 15 años le diagnosticaron cáncer, le dijeron que se iba a morir pero que para salvarse tenía que tomar jugo de chulo diariamente. Ella vive en el campo y allá le recomendaron ese remedio, alguien le llevaría el chulo, joven porque no podía estar tan viejo, y lo tenia que licuar con un poquito de fruta y leche para darle sabor. No podía quitarle las plumas, ni las garras, ni el pico, todo batido, pura fuente de proteína, la vida eterna en vasito de desechos. Aquí el circulo de la vida se cierra completamente, algo muere y es comido por otro, algo está muriendo y come la fuerza vital de ese que se alimenta de lo que ya no respira.

Aunque nos asombre la antropofagia, diariamente nos comemos a nosotros mismos, nada mas satisfactorio que quitarse un cuero que nace rebelde en algún dedo de la mano, nada más relajante que con los dientes cortar un poquito de uña larga y sentir el sabor del día acumulado bajo ese espacio entre la piel y el aire, nada más sabroso que chupar el sabor del pelo recién salido del mar. Todas estas conductas tienen en su nombre clínico la palabra fagia. Comer humano, sea a uno mismo, o a alguien más, pero a fin de cuentas comérselo. Yo nunca he comido muerto que sea humano, o no he sabido hasta ahora sí he comido carne humana. Seguro, alguna vez, pero quién sabe. Se piensa que solo los monstruos comen carne humana, solo los que están salidos de la sociedad, los que son en su mayor parte animal y puro salvajismo y en menor medida humanos civilizados. Sin embargo, me gusta esa idea de que tal vez sí como un pedacito de alguien mi cuerpo se nutrirá de esa persona, algo en mí dejara de ser mío, será mi estómago con el fragmento de un otro. ¿Mi alma con el alma del otro? Tal vez, en la antropofagia tal como la define el movimiento antropófago en Brasil, es necesario devorar al otro, solamente aquellos que puedan aportar fortaleza y quienes puedan si acaso darnos debilidad serán para siempre descartados. Con esto en mente, podría hacer una lista de todas las personas de quienes podría comerme un pedacito, algo que no vayan a extrañar y que si sea posible vuelva y les crezca, para así llenarme de otro, bendecir mi cuerpo y mi alma con lo que le falta y completarme.




El ritual de matar a alguien y pensar en comérselo está lleno de magia. Ahí la magia y la alquimia se unen para recomponer un elemento y hacerlo otro, para desaparecer una parte y dotarla luego de valor y deseo. Es necesario una gran cantidad de elementos y fuerzas para destruir un cuerpo, molerlo, y descomponerlo a su mínima expresión. No seria el polvo somos y en polvo nos convertiremos, seria entonces carne somos y en carne nos convertiremos. Una mujer llamada Emilia, asesinó a su esposo y pensaba convertirlo en empanadas para alimentar a quien quisiera y sin saberlo, comerse un pedacito de hombre revuelto con masa, grasa, cebolla, tomate y un chorrito de picante. Emilia también ha tenido otros nombres lo largo y ancho de América Latina y el mundo, ha sido Roxana, Katherine, o Regina. Al parecer en la acción de comer carne humana se logra la transformación de la materia, de lo muerto se le da vida a un alimento capaz de dar nutrientes, energía, y vitaminas a quien informado o bajo la sombra cálida de la ignorancia lo come. Se juega un juego perverso y angustiante para esconder el real contenido de lo que se comerá, una carne sin cara, sin ojos, sin palabras, sin sentimientos, bien podría ser de perro, de vaca, de cerdo o de humano. ¿Qué nos impide comernos unos a otros? Esta mujer fue llevada presa, su crimen es recordado como uno de los más siniestros de la historia de un país y tal vez del mundo entero, tan famosa fue que hasta se recreó en una serie de televisión. Tal como Emilia, las demás la acompañan en esa magia de lograr transformar un cuerpo inerte en comida, y con la capacidad de crear el crimen perfecto matan a sus amados, a sus familiares y enemigos, y los convierten en calditos levanta muertos.